Nada hago sin alegría. Una invitación a Montaigne



Hemos observado varias veces la singularidad de los Ensayos, ese libro como no había habido otro antes (ni lo hubo después). Nada más alejado de Montaigne que el afán de componer libros, uno tras otro, como un tesonero erudito o un vulgar escribidor. No, lo suyo era una cosa distinta: un proyecto en el que el libro debía fundirse con el hombre y hacerse uno. Una vida, un hombre: un libro. Una obra así, en rigor, no puede tener fin; se acaba cuando se acabe la vida del hombre que la está escribiendo: ¿quién no ve que he tomado una ruta por la  cual, sin tregua  y sin  esfuerzo,  marcharé  en  tanto  haya papel  y tinta en el mundo?… ¿cuándo acabaré de representar una continua agitación y mutación de mis pensamientos? (IX, III). En tanto haya movimiento, en tanto haya cambio, o sea, en tanto haya vida, habrá escritura y, sobre todo, reescritura (Montaigne, después del libro III, ya no compondrá más ensayos, pero no dejará nunca de corregir, precisar, matizar, añadir; en busca de la mayor fidelidad posible retocará su retrato, obsesivamente, hasta el final). Y si bien es cierto que yo ahora y yo hace un momento somos dos (IX, III), también lo es que mi libro es siempre uno (IX, III), ya que existe una unidad en los Ensayos de principio a fin; cada capítulo es una porción del cuadro que al final forman todos juntos, un cuadro que no salió tal y como lo conocemos al primer intento, que está lleno de raspaduras, matices y adiciones, pero que es, a fin de cuentas, uno.

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